viernes, 9 de julio de 2010

Entre Sade y Mika Waltari

Waltari. La novela se llama Juan el peregrino y trata de los acontecimientos del cisma y de la separación de la iglesia católica de occidente de la iglesia ortodoxa bizantina. Juan es un personaje sin historia que vaga de ciudad en ciudad ansiando solo una cosa: el conocimiento. En el transcurso de la novela se verá envuelto en una serie de acontecimientos muy emocionantes tales como la misión que tiene por objeto la unificación de las iglesias, así como la participación en las cruzadas.

Lo que nos interesa aquí es la marcada visión cristiana por la que se encuentran atravesados los personajes. Existe una concepción de la corrupción de la iglesia y de la degradación de la vida mundana. Una suerte de degeneración de un mundo sin promesas. Muchos esperan con devoción la unificación de las iglesias ya que esto echaría la luz del mundo grecorromano sobre las tinieblas de occidente. Lo contingente aparece como lo perecedero, como lo secundario, como lo inferior en relación al trasmundo.

Juan, un joven adolescente, condena los placeres del cuerpo, sean alimentos, mujeres, o lujos; afirma que no quiere ser esclavo de los placeres conspicuos, que no quiere ser esclavo de los sentidos. Mientras menos ligado se vea a las necesidades del cuerpo, más libre será. Aquí podemos observar una ética de la frugalidad con claros tintes agustinianos. Hay un desprecio muy fuerte por la corporeidad, lo elevado es el alma, es lo puro, lo inmaterial, nexo de conexión con la Realidad Suprema. Juan es lo que se conoce como begardo. Los begardos son miembros de comunidades campesinas que son acusados de herejes porque creen en la visión inmediata, como por iluminación, de Dios en algún elemento de la naturaleza. Este personaje transitará los senderos de la razón y la fe y su principal angustia será la imposibilidad de creer verdaderamente en algo, confusión que se acentuará y dará varios giros. Recuerdo a uno de los personajes, el rey de los Trucos Murad, a quien Juan conoce cuando cae como esclavo suyo durante la cruzada. Éste afirma que en tiempos de enorme desazón de un pueblo, revive con mayor fuerza Platón como bálsamo de la desesperanza, a diferencia de Aristóteles, que aparece cuando hay fuertes esperanzas de cambio en el más acá.

Platón, es quien profundiza las sospecha en los sentidos de algunos presocráticos y funda el dualismo, esto claro encuentra claras influencias órfico -pitagóricas. Para los órficos, el cuerpo soma es sema tumba. Mientras más se eleve el alma por encima de lo sensible hacia los confines de la seguridad inmutable, en donde desde un esquema neoplatónico converge lo uno, vuelve a su origen y reencuentro con la plenitud.

Al fin finalizar esta novela leí otra, esta muy distinta, a saber, Justine del Marqués de Sade. Contrariamente allí hay una fuerte exaltación de lo mundano. Lo contingente está conformado por personajes maliciosos, mezquinos y sádicos, pero existe un goce y disfrute de tal degradación de las prácticas sexuales que uno, por mucho rechazo que pueda generar, puede localizar cierta pureza. ¿Por qué pureza? Entiendo por puro aquello que no se encuentra contaminado por nada que sea apuesto o ajeno así mismo. Sería algo así como una suerte de absoluto, claro que cuándo nos referimos a fenómenos humanos, se trata de algo así como absolutos-relativos. Lo enteramente puro no existe, o si existe es ajeno a lo humano, pero si hay una inclinación a estos absolutos. En el cristianismo hay una negación de lo corpóreo en favor de aquello que resulta inasible e inmaterial. Lo físico expresa lo imperfecto, y el alma es la única vía de acceso a la perfección que encarna Dios. En Sade observamos la impronta atea de la filosofía de la ilustración, no existe el sentido religioso de los hechos, no hay un Dios que justifique el orden u opere sobre la realidad. Está el hombre solo revolcándose en su festín dionisíaco librado a su propia naturaleza y arbitrariedad. No hay justicia porque no existe ningún juez supremo. La pereza aquí reside en este acto de pérdida de sí en la fundición del hombre en sus más bajos anhelos. Consiste en la exaltación de la necesidad de perderse en el barro, en la sangre, en los fluidos y en la mutilación de lo físico. El cristianismo en Mika Waltari niega lo corpóreo y el libre albedrío secularizado de Sade afirma la corporeidad con una vehemencia sanguinaria que la lleva a la destrucción.

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